Un encuentro de vida
Son los Salmos la flor y fruto de un largo romance, mantenido entre Dios y el hombre, un romance cuyos primeros balbuceos se pierden en la alborada del Pueblo de Dios.
Todo encuentro es el cruce de dos rutas, de dos itinerarios o interioridades. El hombre busca a Dios, y no puede dejar de buscarlo. En su taller de artesanía —no deja de ser el hombre una obra de artesanía—, allá, en su corazón donde lo concibió y modeló, Dios dejó en las raíces del hombre una impronta de sí mismo, el sello de su dedo, su propia imagen, que viene a ser como una poderosa fuerza de gravedad que lo arrastra, con una atracción irresistible, a su Fuente Original. (Esto me hace recordar a los salmones —valga la comparación— que nacen en un río, y después de recorrer miles de kilómetros por todos los mares del mundo, retornan, no se sabe por qué misterioso mecanismo magnético, al mismo río donde nacieron).
También Dios busca al hombre, porque también Dios se siente atraído por el hombre, ya que en las profundas aguas humanas Dios ve reflejada su propia figura.
Por eso, en el cruce o encuentro de estos dos ríos se produce el gozo típico de dos naturalezas armónicas que se encuentran, y el choque típico de dos “individuos” diferentes.
Del libro “Salmos para la vida” de padre Ignacio Larrañaga, página 12 y 13.
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