Travesía hacia horizontes ilimitados
Jesucristo había venido para transformarlo todo. Había venido para sacar a los seres humanos de la órbita de la carne y colocarlos en la órbita del espíritu. Con su llegada habrían de caducar todos los lazos de consanguinidad y habrían de establecerse las fronteras del espíritu, dentro de las cuales Dios sería padre de todos nosotros y todos nosotros seríamos hermanos unos para otros (Mt 23,8).
Mucho más todavía: para todos los que asumen radicalmente la voluntad del Padre, Dios se constituye en padre, madre, esposa, hermano... (Mt 12,50; Lc 8,21). Todo lo humano sería asumido, no suprimido. Todo sería sublimado, no destruido. Fue la revolución del espíritu.
Toda realidad humana se mueve en órbitas cerradas, y Jesucristo había venido para abrirnos hacia horizontes ilimitados. Así, por ejemplo, la paternidad, la maternidad, el hogar, el amor humano, se desenvuelven en círculos cerrados, y Jesucristo quería abrir esas realidades hacia el amor perfecto, hacia la universalidad paterna, materna, fraterna... En una palabra, había venido para implantar la esfera del Espíritu.
Del libro El silencio de María de p. Ignacio Larrañaga
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