María y la prueba del desgaste
Treinta años envolvieron, psicológicamente el alma de María con el manto de la rutina y del desgaste.
Van pasando los años. La impresión viva y fresca de la anunciación quedó allá lejos. De aquello ya no queda más que un recuerdo apagado, como un eco lejano. La Madre se siente como atrapada entre el resplandor de aquellas antiguas promesas y la realidad presente, tan opaca y anodina. La monotonía se encarnó en Nazaret, entre unos horizontes geográficos inalterables y los horizontes humanos paralizados.
¿Qué hacía la Madre? En las eternizadas horas, en cuanto ella molía el trigo, amasaba el pan, traía leña del cerro o agua de la fuente, daba vueltas en su cabeza a las palabras que un día —¡ya tan lejano!— le comunicara el ángel: “Será grande; se llamará Hijo del Altísimo; su reino no tendrá fin” (Lc 1,32). Las palabras antiguas eran resplandecientes, la realidad que tenía ante sus ojos, era cosa muy distinta: ahí estaba el muchacho, trabajando en el rincón oscuro de la rústica vivienda. Ahí estaba silencioso, solitario, reservado... ¿Será grande? ¡No era grande, no! Era igual que todos los demás.
Y la perplejidad comenzó a golpear insistentemente las puertas. Golpeada por la perplejidad, no se agitó. Quedó quieta, se abandonó incondicionalmente, sin resistir, en los brazos de la monotonía, como expresión de la voluntad del Padre. Cuando todo parecía absurdo, ella respondía su amén al mismo absurdo, y el absurdo desaparecía. Al silencio de Dios respondía con el hágase, y el silencio se transformaba en presencia. En lugar de exigir a Dios una garantía de veracidad, la Madre se aferraba incansablemente a la voluntad de Dios, quedaba en paz y la duda se transformaba en dulzura.
Extraído del libro “Silencio de María” de padre Ignacio Larrañaga
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