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La paz de Adviento


Francisco siempre había meditado vívidamente los misterios del Señor. Pero por este tiempo el misterio de Belén lo transportaba a un mundo de ensueño. Sólo la palabra, Belén, era para él como música que le llenaba el alma de inefables melodías.


—Me gustaría, hermano Juan —dijo Francisco—, que cerca de la gran gruta construyeras un tosco eremitorio con ramas y barro.

—Para Navidad ya estará terminado —respondió Juan Velita.

—¡Oh, la Navidad! ¡Oh, la Navidad!


Al pronunciar esta palabra, el alma de Francisco se conmovió profundamente. «Esta es la fiesta de las fiestas, día de alegría y regocijo grande, porque un muy santo y amado Niño se nos ha dado y nació por nosotros en el camino y fue recostado en un pesebre, pues no había lugar para Él en el mesón».

—Hermano Juan Velita, «si yo me encontrara con el emperador, me arrodillaría a sus pies y le suplicaría que diera un edicto imperial obligando a todos sus súbditos a sembrar de trigo todos los caminos del imperio en el día de Navidad, para que las aves, y particularmente las alondras, tuvieran un regio banquete». Hay más, hermano Juan; «hasta las paredes deberían comer carne en ese día. Pero ya que eso no es posible, al menos habría que embadurnarlas con grasa para que a su modo pudieran comer. En ese bendito día, además, a los asnos y bueyes se les debiera dar doble porción de cebada, en recuerdo del asno y del buey que con su aliento mitigaron el frío de Jesús aquella sagrada noche.


Extractado del libro El hermano de Asís, de p. Ignacio Larrañaga

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