La ley del entrenamiento
La sala está completamente oscura, no se ve nada. Encendemos un fósforo: algo se percibe, se ven muchas más cosas. Encendemos cincuenta fósforos y ahora sí: la sala es una hermosura llena de colores, figuras y objetos. ¿Ha cambiado la sala? Está igual, pero para mí todo ha cambiado. ¿Qué ha sucedido? La luz ha hecho “presente”, la luz ha iluminado “el rostro” de la sala para mí.
Cuando no se ora nada, Dios es una sala oscura, una palabra vacía, un “don nadie”. Cuando se comienza a orar, Dios comienza a ser “alguien” para mí. En la medida en que más se ora, más “resplandece la luz de su rostro” en mí, para mí.
No sólo eso, sino que los acontecimientos, las personas y las circunstancias que me envuelven aparecen revestidos de la luz de su presencia, encuadrados en el marco de su voluntad. No es que los hechos y las cosas estén mágicamente revestidos de luz divina, sino que cuando los ojos interiores están poblados de Dios todo lo que contemplan esos ojos aparece revestido de Dios.
Del libro “Itinerario hacia Dios” de padre Ignacio Larrañaga.
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