El Salmista
Deslumbrado por Dios o El salmista… decidir
Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra (Sal 8, 1)
Bendice, alma mía, al Señor, Dios mío, ¡qué grande eres! (Sal 104, 1)
Este es el cantus firmus, la melodía central que sazona, alienta y sostiene en pie los Salmos cósmicos: el asombro. La admiración planea incesantemente por encima de la creación, mientras Su Presencia aletea por encima y bucea por debajo de las criaturas. Aquí está la diferencia entre un geólogo y un salmista. Para el geólogo, la creación es un objeto de estudio: lo aborda analíticamente con instrumentos adecuados. Para el salmista, la creación no es un objeto que se toma para analizarlo, ni siquiera para admirarlo. Más bien, el salmista es seducido y deslumbrado por la creación.
El salmista es un ser eminentemente pascual, volcado, mejor dicho, arrebatado por el esplendor circundante; y “estudia” (contempla) la creación, no científicamente, sino vibrando con ella; casi se diría “viviéndola” con todas las características de la vida: unidad, es decir, el salmista no sólo está “fuera” de sí, sino, sobre todo, vertido en la corriente secreta del mundo y compenetrado con sus impulsos; emoción, esto es, una palpitación gratificante; gratitud, un sentimiento benevolente y agradecido por tanta hermosura que le hace un hombre feliz.

Lo dicho hasta aquí podría identificar al salmista con el poeta. Pero hay mucho más; el salmista es también, y sobre todo, un místico. Este es su distintivo más eminente. El salmista, fundamentalmente, es un ser deslumbrado por Dios mismo, atraído por un Dios percibido en la creación de tal manera que el esplendor del mundo no es sino el manto de su majestad, y la vida, su aliento (Sal 104).
Extractado del libro “Salmos para la vida” de Padre Ignacio Larrañaga
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