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El dolor, una pedagogía


Un álamo solitario en la llanura infinita es un espectáculo. Asomó a la vida tímidamente, casi por casualidad, acunado por los vientos. Los temporales golpearon sin piedad su frágil melena; y, para no sucumbir, sus raíces se hundieron a fondo, adhiriéndose firmemente al suelo arcilloso. Y así el álamo adquirió tal consistencia que hoy no hay huracán que pueda doblegarlo. Y ahí lo ven gallardo sobre la meseta.


El que no ha sufrido se parece a una caña de bambú: no tiene meollo, no sabe nada. Un gran sufrimiento es como una tempestad que devasta y arrasa una amplia comarca; una vez que pasó la prueba, el paisaje luce lleno de calma y serenidad.

Pablo engarza, con la lógica vital, los eslabones de una cadena de oro: «Nos alegramos en el sufrimiento, porque sabemos que el sufrimiento nos da la paciencia, y la paciencia nos hace salir aprobados, y al salir aprobados tenemos la esperanza, y esta esperanza nunca falla» (Rom 5,3-5).


Pero la respuesta no es una consideración abstracta y filosófica sobre el dolor, sino una orden perentoria: «Ven, toma tu cruz y sígueme» (Mc 8,34). Cuando el cristiano, en ese itinerario interior con el Cristo Doliente, cesa en su rebeldía, toma la cruz, se abandona y adora, entonces, al descubrir el sentido salvífico del dolor y el misterio de la Cruz, es visitado por la paz y la alegría. En ese momento es vencido el dolor y la muerte. Es la manera más eficaz de eliminar el sufrimiento.


Extraído del libro “Del sufrimiento a la paz” de Padre Ignacio Larrañaga

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