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El consuelo de Dios


Adonai, mi Señor y mi Padre, estoy turbado; una bandada de cuervos oscureció mi cielo; mi alma es una playa desolada. Necesito respirar con tu aliento y que la sombra de tu rostro cruce mi rostro. Tú que sientes ternura por las luciérnagas y los ciclámenes, pon tu mano consoladora sobre el alma turbada de tu Hijo.


Estoy surcando mares procelosos, he luchado cuerpo a cuerpo con las tormentas, y estoy herido. Padre mío, haz sonar aquella música, aquella música de ternura que tú sabes, y mis mundos se apaciguarán. Repíteme aquellas palabras antiguas, y mi alma se consolará; y mi rostro será tu rostro ante los hombres; y los pobres cosecharán en la vendimia; y tu Reino de amor y alegría avanzará por el mundo como una nave veloz.

Jesús permaneció varias horas en aquella posición, sumergido en las aguas consoladoras del Padre. Se levantó pausadamente. Parecía un granado florido. Todavía se podía distinguir la luna llena en el firmamento azul. La paz había ascendido por el árbol de Jesús hasta alcanzar las ramas más altas, y había descendido hasta las últimas raíces. Estaba en condiciones de librar cualquier batalla.



Del libro El pobre de Nazaret de padre Ignacio Larrañaga

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