Consolación
En la tristeza, en la enfermedad, en el luto, tenemos necesidad de consolación. Familiares y amigos acuden a consolarnos cuando los demás nos abandonan. Pero aun esas palabras son tan sólo un tenue alivio. Uno se queda solo con su dolor. En los momentos decisivos estamos solos.
Tanto el profeta Jeremías como el profeta Isaías ofrecen el “libro de las consolaciones” donde Dios se presenta como un padre cariñoso anunciando que “por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré” (Is. 54, 1-9).
Hay ciertos momentos en que nada ni nadie es capaz de consolarnos. La desolación alcanza niveles demasiado profundos: ni amigos ni familiares pueden llegar a esa profundidad. A veces se dan situaciones indescriptibles, no se sabe si es soledad, frustración, nostalgia, vacío o todo junto. Sólo Dios puede llegar hasta el hondón de esa sima.
No hay alma que no tenga la experiencia de que, hallándose en ese estado, repentinamente y sin saber cómo, uno siente una profunda consolación como si un aceite suavísimo se hubiera derramado sobre las heridas. Dios bajó sobre el alma herida como una blanca y dulce enfermera. El consuelo de Dios sabe a aceite derramado que llega hasta las heridas de la desolación.
Y si la desolación es debida a la ausencia de Dios, entonces una “visita” de Dios es capaz de “trocar la oscuridad en luz; brotarán manantiales de agua y los montes se transformarán en caminos y los desiertos en jardines” (Is. 43, 1-4).
Extractado del libro Muéstrame tu Rostro. Hacia la intimidad con Dios, del padre Ignacio Larrañaga
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