Acerca de la contemplación
La contemplación no es un discurso teológico en el que se teje una brillante combinación con imágenes de Dios, manejando premisas y sacando conclusiones. Tampoco se trata de una reflexión exegética por la que alcanzamos el sentido exacto de lo que el escritor sagrado quiso decir. La contemplación es intuitiva, integradora, subjetiva, afectiva, unificante…
En la contemplación no hay ningún punto de referencia a uno mismo. No le importan al contemplador las cosas que se refieren a sí mismo: sólo le causan impacto las cosas que hacen referencia al Otro. No se exalta por los triunfos ni se deprime por los fracasos. Por eso, a los grandes contemplativos los vemos llenos de madurez y grandeza, con una inalterable presencia de ánimo, con la característica serenidad de quien está instalado en una órbita de paz por encima de los vaivenes, turbulencias y mezquindades del cotidiano vivir.
El contemplativo está sumergido en el silencio. En su interior no hay diálogo, pero sí una corriente cálida y palpitante, aunque latente, de comunicación. Es el silencio poblado de asombro y presencia que sentía el salmista cuando decía: “Señor, nuestro Dios, qué admirable es tu nombre en toda la tierra” (Sal. 8).
El contemplativo no afirma nada. Nada explica. No entiende ni pretende entender. Llegó al puerto, soltó los remos y entró en el descanso sabático. Está en la posesión colmada en que los deseos y las palabras callaron para siempre. Ahora la unión se consuma de ser a ser, de dentro a dentro, de misterio a misterio.
Al contemplativo le basta estar “a los pies” del Otro sin saber y sin querer saber nada, sólo mirar y saber que es mirado, como en un sereno atardecer en que se colman completamente las expectativas, donde todo parece una eternidad quieta y plena.
Podríamos decir que el contemplativo está mudo, embriagado, identificado, envuelto y compenetrado por la Presencia, como dice fray Juan de la Cruz:
“Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado, cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado”.
Extractado del libro Muéstrame tu Rostro, de padre Ignacio Larrañaga
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